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lunes, 24 de octubre de 2016

El Anticristo Nietzsche


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El Anticristo Nietzsche


El nombre Anticristo, en la teología y escatología cristianas, se refiere a una figura que cumpliría con las profecías bíblicas concernientes al antagonista de Cristo. El uso de la palabra anticristo solo aparece en las cartas del apóstol Juan, donde por un lado hace referencia a la manifestación, prevista para el fin de los tiempos, de un adversario decisivo de Jesús1 y, por otro, a la anticipación de esta manifestación en la acción de apóstatas que reniegan del cristianismo.
Pese a su provocativo título la obra El Anticristo de Nietzsche dista de estar relacionada con el personaje bíblico del Apocalipsis o con cualquier asunto satánico o diabólico. En realidad Nietzsche realiza una diatriba -una obra polémica y especialmente ácida- pero no contra la figura de Jesús Nazareno sino contra el cristianismo, pero no contra cualquier cristianismo sino contra el cristianismo paulino -el que surge a la sombra de Pablo- y contra su institucionalización posterior -que considera directamente vinculada a las ideas de Pablo-.
El subtitulo de la obra resulta mucho más adecuado respecto a su contenido que el título en sí mismo, es subtitulo es Maldición sobre el cristianismo, y aunque no se ahorra truculencia al definir el contenido a través de la palabra “maldición” eso resulta más exacto en relación a la intención y contenido de la obra que la idea de un ataque a la figura de Jesús que no existe.
En puridad lo que se encuentra en El Anticristo de Nietzsche es una virulenta crítica hacia el cristianismo -y de rebote hacia el judaísmo- como religión, y no solo como religión en cuanto a su doctrina -que ataca al vitalismo de Nietzsche y a lo que el filósofo considera como auténticos valores- sino también en cuanto a Iglesia institucionalizada, y aquí el autor no hace diferencias entre ramas del cristianismo, deplora tanto el entramado institucional católico como el protestante o el greco-ortodoxo, no hay diferencia alguna en ese sentido.
Una clave de la obra se encuentra en la sucesión de título y subtítulo, Nietzsche utilizó diversos sobrenombres para referirse a sí mismo, un era “el Crucificado”, otro “Dioniso” y un tercero “el Anticristo”. Es, pues, Nietzsche quién asume en primera persona el discurso que desarrolla en su obra y es de su propia boca de la que sale esa “maldición sobre el cristianismo”.
La diatriba se dirige no solo a la religión sino más específicamente a sus difusores y sostenedores, aquellos a los que el filósofo llama “clase sacerdotal”, en ese punto es donde centra toda su artillería pesada, y no hace demasiada distinción entre el sacerdocio cristiano o el judío, al que considera antecesor del cristiano. Es preciso hacer una aclaración en este punto, Nietzsche, pese a cierta mala fama cosechada con posterioridad, no es en absoluto antisemita, su antagonismo con el judaísmo como con el cristianismo lo es puramente por la vía religioso-institucional y, en realidad, es más exacto definir su postura como anticlericalismo.
Los valores
Naturalmente también tiene una crítica de fondo a los valores que difunde ese clericalismo, pero esa crítica se centra más en los valores que entiende se anulan que por los que se profesan en sí -aunque los desprecia abiertamente-. El autor considera que esos valores cristianos, que se centran en lo que considera la defensa de la “masa”, el igualitarismo y el escapismo de la realidad a través de la promesa de un mundo ultraterreno, reprimen los relacionados con la exaltación de la vida en el mundo -la fortaleza, la pasión, lo natural, entre otros-.
A su vez, considera esos valores como “aristocráticos”, pero aquí entra en juego una de las muchas ambigüedades de Nietzsche o, mejor dicho, de los distintos significados que aplica a los términos, porque, para Nietzsche, lo “aristocrático” es oposición de lo “burgués” que, a su vez, identifica con la “masa” como negación del individuo y a los valores colectivos -de ahí su rechazo al igualitarismo- que priman por encima de los individuales.
El considerar que la sociedad burguesa y sus valores colectivos se sustentan en el cristianismo es lo que le lleva a su diatriba respecto a este último, y no tanto lo que el cristianismo tiene de consuelo en esta vida con sus promesas de vida futura. En ese sentido es elocuente su buena opinión sobre el budismo, que entiende que aunque sirva como “consuelo” carece de las “contraindicaciones” que, para él, conlleva el cristianismo.
La imagen de Jesús y Pablo
Es interesante observar su buena opinión de la figura de Jesús Nazareno, aparentemente contradictoria con el contenido de su obra, pero es que, como se ha indicado, Nietzsche no carga contra Jesús carga contra Pablo y lo que piensa que significa.
Veamos que dice de Jesús: “Este dulce mensajero murió como vivió, como enseñó, no para redimir a los hombres, sino para mostrar cómo se debe vivir. Lo que dejó como legado a la humanidad es una práctica: su actitud frente a los jueces, esbirros, acusadores y cualquier clase de calumnia y de escarnio, su actitud en la cruz. No resiste, no defiende su derecho, no da un paso para alejar de si la ruda suerte, antes por el contrario, la provoca... Y ruega, sufre, ama con aquello, en aquellos que hacen el mal... No defenderse, no indignarse, no atribuir responsabilidad... Pero igualmente no resistir al mal, amarlo...” Evidentemente si no se trata de una opinión especialmente exaltada no se trata tampoco de una opinión negativa, ni mala.
Muy diferente es, sin embargo, lo que opina de Pablo: “En Pablo se encarna el tipo opuesto al de buen mensajero, el genio del odio, de la inexorable lógica del odio. ¿Qué ha sacrificado al odio este disangelista? Ante todo, el redentor: le clavó en la cruz (…) Pablo quiere el fin, por consiguiente, quiere los medios... Lo que él mismo no creía, lo creyeron los idiotas entre los cuales sembró él su doctrina (…) con Pablo, el sacerdote quiere una vez más el poder; sólo podía servirse de ideas, teorías, símbolos con los que se tiraniza a las masas y se forman los rebaños”.
Para Nietzsche, Jesús, es una figura de un “buen” y “dulce” mensajero, Pablo no, Pablo es la encarnación del clero y su institucionalización, que actúan por odio -a los verdaderos valores vitales e individuales- y por ansia de poder, su medio es el control y la “tiranía” sobre las masas, que es a la vez la fuente de poder de esta “casta sacerdotal” y el objeto de su dominio.


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